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La flexibilidad laboral no se basa en trabajar menos, sino en trabajar distinto, pues ha dejado de ser una tendencia para convertirse en una necesidad estratégica en los entornos profesionales modernos.
No es simplemente cambiar horarios o permitir el trabajo remoto, es diseñar modelos que se ajusten a las personas y no al revés.
En Colombia, este concepto aún enfrenta desafíos estructurales y está acompañado de la Ley 50 de 1990, la cual se encargó de introducir herramientas como contratos temporales, integrales y de prestación de servicios, buscando dinamizar el mercado laboral.
Sin embargo, con el paso del tiempo, estos mecanismos han evidenciado un alto costo: la informalidad.
Según datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), el 68 % de los trabajadores entre 15 y 64 años son informales y el 93 % de los independientes no tienen respaldo pensional.
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Esto refleja una desconexión entre la intención de flexibilidad y su aplicación real.
Hoy en día, muchas organizaciones están rediseñando sus políticas para incluir opciones como:
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Horarios flexibles: adaptarse a las rutinas personales sin sacrificar productividad.
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Teletrabajo: eliminar barreras geográficas sin perder conexión con los objetivos.
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Semana laboral comprimida: más tiempo libre sin reducir el compromiso.
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Trabajo parcial: ideal para quienes combinan roles familiares o académicos.
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Job sharing: dos personas, una misma responsabilidad compartida.
Estas alternativas no solo favorecen el bienestar, también elevan la retención de talento, mejoran la productividad y posicionan a las empresas como espacios humanos y visionarios.
La flexibilidad laboral no es sinónimo de desorden, es una confianza estructurada que representa la posibilidad de repensar el trabajo para que, en lugar de invadir la vida, la complemente.
El reto está en formalizar con intención, legislar con foco en el bienestar, y construir culturas organizacionales que entiendan que la verdadera productividad comienza por la empatía.
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